Era Jueves Santo y la noche se hacía espesa entre ruan negro y vaivenes de incienso. El esparto, nuevo, picaba. La túnica, también a estrenar, se quedaba tiesa esperando movimientos. Los cirios aguardaban, dispuestos en cuidadosas cuadrículas, a que se fuera acercando la medianoche para encenderse y llenar de luz y calor, mucho calor, la nave principal de la basílica.
En las esquinas de los pasos, listos ya para la salida, se disponían dieciséis sillas, dos por vértice. En una, un hombre vestido de negro con una estola morada sobre los hombros. En otra, un hombre o una mujer, indistintamente, turnándose, también de negro, a menudo con capirotes negros en la mano. Era habitual verlos llegar nerviosos; hablar cabizbajos; escuchar con gesto relajado; levantarse con paz en la mirada.
—Padre, verá, mi principal pecado es la soberbia.
—¿A qué te dedicas?
—Soy periodista… aunque la verdad es que hace tiempo que no ejerzo. Ahora trabajo como fotógrafa, principalmente.
—¡Qué casualidad! Yo también estudié periodismo… aunque tampoco ejerzo desde que soy sacerdote.
—¡Anda! Las cosas del Señor…
—Bueno, entonces sabrás que nuestro patrón es san Francisco de Sales…
—Sí, claro…
—Pues te recomiendo mucho su lectura. No sé si lo sabías, pero este hombre tenía un temperamento de lo más airado y se aplicó tanto en controlar su ira que terminó convirtiéndose en el santo de la amabilidad.
La chica sintió las lágrimas llegar a sus labios. Saladas. Quemaban, casi. Habían estado corriendo por sus mejillas un buen rato, pero todos sus sentidos estaban concentrados en el mensaje que el Jefe le estaba entregando a través de aquel periodista que había cambiado las tribunas por los ambones.
Dieron las doce. Sonó la campana y se abrieron las puertas. Pesadas, recias, firme
De dos en dos, los nazarenos de ruan fueron velando la noche sevillana hasta que el Señor de Sevilla, el Gran Poder del mundo, se hizo presente en la plaza de San Lorenzo para traerla luz y hacer transitable la negrura de las tinieblas.
La nazarena, nueva en aquella plaza, pensó a menudo en su patrón. Y, según terminó la estación de penitencia, echó un sueño y se dio una ducha, buscó en san Google qué había hecho de aquel noble francés encolerizado un ejemplo de elegancia y delicadeza.
La clave no tiene ningún misterio, sino que más bien es un secreto a voces: se llama oración.
Apesadumbrado por la idea de no poder aplacar nunca el fuego que le quemaba por dentro, san Francisco de Sales, un erudito del siglo XVI que cambió la nobleza de su familia por la entrega a Dios, entró a la iglesia de San Esteban en París, se arrodilló ante una imagen de la Virgen y rezó la oración de san Bernardo:
«Acuérdate, oh, piadosísima Virgen María, que jamás oyó decir que hayas abandonado a ninguno de cuantos han acudido a tu amparo, implorando tu protección y reclamando tu auxilio. Animado con esta confianza, también yo acudo a ti, Virgen de las vírgenes, y gimiendo bajo el peso de mis pecados, me atrevo a comparecer ante tu soberana presencia. No desprecies mis súplicas, Madre del Verbo Divino, antes bien, óyelas y acógelas benignamente. Amén».
También contribuyó a su aplacamiento de carácter la lectura del libro El combate espiritual, del padre Scupoli. Todo lo anterior, junto a exámenes de conciencia diarios, meditación y rezo del Santo Rosario le fue convirtiendo en un verdadero ejemplo de paz, amabilidad y alegría.
Y si alguien por aquí se pregunta el motivo por el que san Francisco de Sales es patrón de periodistas y comunicadores, la razón es sencilla: comenzó a escribir y publicar sus homilías en forma de folletos y con ellos intentó refutar las teorías calvinistas.
La lección de san Francisco de Sales es fundamental en un mundo dominado por la rabia y la tristeza: la paciencia, el amor y el respeto lo pueden todo. Llenar de ellos cada una de nuestras acciones diarias nos allana el camino al cielo.
El conocido como «Doctor de la amabilidad» dejó una nutrida producción literaria, entre la que destacan tres títulos fundamentales: Controversias, Introducción a la vida devota y Tratado del Amor de Dios.
Sus citas inspiradoras son innumerables, pero en un mes frío y poco dado a la festividad como enero, merece la pena recordar que «un santo triste es un triste santo» y llamar a la alegría para celebrar a san Francisco de Sales el próximo 24 de enero.