1 de noviembre: la fiesta del cielo
Más allá de la muerte. Mucho más allá de la tumba y del luto. El 1 de noviembre, festividad de Todos los Santos, se visitan los cementerios, sí, pero esta evidencia corpórea de la vida terrenal, caduca por definición, conecta este día especialmente con el cielo.
La Fiesta de Todos los Santos honra a aquellas personas, tanto conocidas como desconocidas, que han dedicado sus vidas a servir a Dios y han alcanzado así la santidad.
El 1 de noviembre se nos recuerda, en primer lugar, que todos los cristianos, desde el día de nuestro bautismo, estamos llamados a ser santos. Más allá de la canonización. En nuestras vidas diarias. En nuestras tareas cotidianas. Sin necesidad de protagonizar grandes gestas ni fenómenos, sino haciendo realidad el milagro de la fe en lo sencillo.
Misericordia y alegría son dos pilares del concepto de santidad, que, como ha expresado el Papa Francisco en diferentes ocasiones, puede encontrarse en los desafíos del día a día y en todas las áreas de nuestra existencia, incluyendo las relaciones familiares, el trabajo y la vida comunitaria.
La misericordia, el servicio a los demás, es un aspecto fundamental de la santidad. Esto implica el compromiso con la justicia, con la solidaridad, la mano siempre tendida a quienes lo necesitan, especialmente a los pobres y marginados.
Este compromiso va de la mano con la humildad por la gracia de Dios y la alegría por los dones recibidos. Como expresaba el Papa Francisco en la Fiesta de Todos los Santos de 2021, alegría y profecía son «dos aspectos del estilo de la vida de los santos», que muestran «el camino que lleva al Reino de Dios y a la felicidad».
Pero esta alegría «no es la emoción de un momento o simple optimismo humano», sino «la certeza de poder afrontar cada situación bajo la mirada amorosa de Dios, con la valentía y la fuerza que proceden de Él», expresó Su Santidad.
Para ello es preciso resaltar en este día la importancia de la oración como medio para fortalecer nuestra relación con Dios y profundizar así en la gracia necesaria para vivir una vida santa.