Le surcan la cara mil historias de amor. Profundas y suaves. Como si, al deslizar sobre ellas los dedos, se pudiese acariciar el sentido de abrir los ojos cada mañana.

Los suyos son azules. Chispeantes, también. Y lo llenan todo cuando ella entra a la sala donde aguardan sus «hijitos» la visita de cada semana.

Lo de «hijita» es algo que Aurita dice mucho. Y con esa palabra te hace sentir en casa. Te abraza y te acuna. Si además lleva entre sus manos el tesoro de la fe, su presencia se convierte en uno de esos regalos con los que el Cielo se hace presente por aquí abajo.

Aurita lleva la Comunión a las personas mayores de la Residencia de Nuestra Señora del Pilar, en Collado Mediano.

– ¡Qué ganas tenía de que llegase este día!

A Carmen – usaremos nombres ficticios – se le ilumina la cara apenas asoma Aurita por la puerta de la sala de estar de la residencia. La voluntaria de la parroquia coge sus manos y las estrecha con dulzura. Después le acaricia la mejilla.

¡Pues ya ha llegado el Señor para que le recibáis! – le responde Aurita, con la alegría propia de una niña que lleva un tesoro entre las manos.

Lo primero que hace al entrar en la sala de estar es saludar, uno a uno, a cada residente. Conoce sus historias. Los nombres de sus hijos. La enfermedad de Pedro, que acaba de pasar por la amputación de una pierna. Los dolores de Paz: le han puesto un corsé y, aunque esto mejorará su calidad de vida, los primeros días se hacen insoportables para ella. La evolución de Celia, que quizá no tenga edad siquiera para estar en una residencia, pero una enfermedad le ha echado el peso de la vida encima y sólo así encuentra los cuidados que requiere.

Aurita también despierta con dulzura a dos abuelas que dormitan en su sofá.

Hijita, despierta, que ya vais a recibir al Señor – susurra y María parpadea lentamente, como si quisiera abrir los ojos pero las pestañas jugasen a no dejar entrar la luz en ellos.

Las auxiliares han preparado un carrito con agua y zumo. Algunos mayores tienen dificultades para tragar y comulgar requiere un cuidado especial: Juan toma media hostia; Soledad, un cuarto. Y Aurita y el personal de la residencia lo llevan al detalle, con tanta precisión como cariño.

Llega el momento. Aurita dispone sobre la mesa un sencillo pero impecable paño blanco, con una delicada puntilla de ganchillo. Sobre él coloca, como con una caricia, la caja dorada en la que aguarda el Cuerpo de Cristo. Y, después de una oración compartida, toma entre sus manos este tesoro de vida para repartir la Comunión.

En los ojos de quienes comulgan se leen las «gracias» que se dicen con el alma.

Se sienten acompañados. Abrazados. Cobijados. Se saben valiosos y queridos.

Y en esta unión con Cristo reciben la serenidad y la fuerza para abrir los ojos los próximos siete días. Hasta que, de nuevo, Aurita – y Luis, Conchita, Carlos o José Luis, que también regalan su tiempo para llevar la Comunión y hacer compañía a quienes lo necesitan -,  entre por la puerta de la sala de estar, dé los buenos días con su voz cantarina y el amor de la Eucaristía vuelva a llenar cada rincón de sus almas.

Texto y fotos: Noelia Jiménez

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